Me levanté temprano, como casi siempre en esos días, sin realmente saber si dormía o no, si el tiempo pasaba, o si todo al final resultaría haber sido un sueño. Un retorcido y amargo sueño. Me molestaba mucho encontrarme a conocidos, y más aún que desconocidos intentaran conocerme o preocuparse por mí. Al fin y al cabo, nunca antes lo habían hecho. ¿Qué necesidad tenia el panadero de sonreírme? Y, ¿por qué todos se empeñaban en hacerme preguntas a las que siempre daría las mismas respuestas? No es que quisiera mentir, es que no sabía ni cómo se podía responder de otro modo. Siempre había sido así. Era una farsa sobreentendida, todos debían preguntar, mas nadie esperaría recibir una respuesta real; de tal forma que un "estoy bien" se convirtió en mi frase más ensayada. La cual cada vez salia de mis labios con más rapidez, y tristemente con menos sentido.
Me acerqué al armario, o quizás no llegué ni a hacerlo. Me vestí, de rojo. Aunque en ese momento no lo vi. Digamos que últimamente habían pasado muchas cosas, justo delante de mis ojos, y no las había visto. Mi cerebro era demasiado despistado o simplemente no creía la mitad de lo que mis ojos manifestaban. En cualquiera caso, ignorar, era màs fácil que aprender a lidiar con ello. Por eso quizás tampoco presté la adecuada atención a lo que llevaba y por todo eso, quizás, no supe entender lo que luego sucedió.
Hablé durante todo el camino, era como si de pronto hubiese vuelto a la escena en el segundo acto, sin saber realmente qué pasó con el primero. Pero eso no parecía importarme; ni tampoco pareció importarme el atravesar aquella vieja cancela oxidada, que convertía el paseo en amarga procesión, y despojaba a los niños de su infancia.
Mas nadie más hablaba ni respondía y todos miraban al frente, con ese gesto de quien sabe que se avecina una tormenta; el otoño a tus infantiles pupilas. A medida que avanzaba, la visión a mi alrededor iba calando en mi piel, punzonando un velo de inocencia que se deshilachaba paso a paso. Amargo camino ausente, a refugio de un cercado de afilados cipreses.
Y entonces comprendí que algo estaba mal.
Yo no podía presentarme con aquella falda roja a la reunión. ¿Cómo no había comprendido que era la única aún que veía el mundo de color? Y era tan irrespetuoso y tan absurdo, que quise llorar. Porque ante todo, era tarde. Tarde para cambiar mi atuendo, para cambiar mi dirección. Mi mundo se agitaba en una turbia borrasca y yo, claramente no estaba preparada para formar parte. Yo aún vestía de rojo.
Al doblar la esquina de su calle, la ansiedad desataba el arrepentimiento en mi pecho. La impotencia me invadía y el enojo revolvía mis tripas.
Al llegar,
la desilusión lo barrió todo.
Sólo había flores, coronas de flores sobre una tapa vieja y ruinosa. Solamente eso. Y lloré. Lloré porque sólo me importaba a mí que aquello lo fuera todo, que el fin fuera nada. Porque sólo yo sabía lo que representaba, y absolutamente nadie me juzgaría a mí en un encuentro vacío. De pronto, todo lo que cobraba sentido minutos atrás, no existía más. Porque las flores sobre tu lecho también eran de color, y no por ello cambiarían la oscura realidad que quedaba gravada en mi recuerdo.
Aquel encuentro fue el único en muchos años. Si las flores sobre tu memoria marchitaban, que mi espíritu olvidara que un día también habían sido rojas.
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